La primera lectura que hemos escuchado nos propone una vez más las
antiguas palabras de bendición que Dios sugirió a Moisés para que las
enseñara a Aarón y a sus hijos: «Que el Señor te bendiga y te proteja.
Que el Señor haga brillar su rostro sobre ti y te muestre su gracia. Que
el Señor te descubra su rostro y te conceda la paz» (Nm 6,24-25).
Es muy significativo escuchar de nuevo esta bendición precisamente al
comienzo del nuevo año: ella acompañará nuestro camino durante el tiempo
que ahora nos espera. Son palabras de fuerza, de valor, de esperanza.
No de una esperanza ilusoria, basada en frágiles promesas humanas; ni
tampoco de una esperanza ingenua, que imagina un futuro mejor sólo
porque es futuro. Esta esperanza tiene su razón de ser precisamente en
la bendición de Dios, una bendición que contiene el mejor de los deseos,
el deseo de la Iglesia para todos nosotros, impregnado de la protección
amorosa del Señor, de su ayuda providente.
El deseo contenido en esta bendición se ha realizado plenamente en
una mujer, María, por haber sido destinada a ser la Madre de Dios, y se
ha cumplido en ella antes que en ninguna otra criatura.
Madre de Dios. Este es el título principal y esencial de la Virgen
María.
... María está desde siempre presente en el corazón, en la devoción y,
sobre todo, en el camino de fe del pueblo cristiano. «La Iglesia… camina
en el tiempo… Pero en este camino —deseo destacarlo enseguida— procede
recorriendo de nuevo el itinerario realizado por la Virgen María» (Juan
Pablo II, Enc. Redemptoris Mater,
2). Nuestro itinerario de fe es igual al de María, y por eso la
sentimos particularmente cercana a nosotros. Por lo que respecta a la
fe, que es el quicio de la vida cristiana, la Madre de Dios ha
compartido nuestra condición, ha debido caminar por los mismos caminos
que recorremos nosotros, a veces difíciles y oscuros, ha debido avanzar
en «la peregrinación de la fe» (Conc. Ecum. Vat. II, Const. Lumen gentium, 58).
Nuestro camino de fe está unido de manera indisoluble a María desde
el momento en que Jesús, muriendo en la cruz, nos la ha dado como Madre
diciendo: «He ahí a tu madre» (Jn 19,27). Estas palabras tienen
un valor de testamento y dan al mundo una Madre. Desde ese momento, la
Madre de Dios se ha convertido también en nuestra Madre. En aquella hora
en la que la fe de los discípulos se agrietaba por tantas dificultades e
incertidumbres, Jesús les confió a aquella que fue la primera en creer,
y cuya fe no decaería jamás. Y la «mujer» se convierte en nuestra Madre
en el momento en el que pierde al Hijo divino. Y su corazón herido se
ensancha para acoger a todos los hombres, buenos y malos, a todos, y los
ama como los amaba Jesús. La mujer que en las bodas de Caná de Galilea
había cooperado con su fe a la manifestación de las maravillas de Dios
en el mundo, en el Calvario mantiene encendida la llama de la fe en la
resurrección de su Hijo, y la comunica con afecto materno a los demás.
María se convierte así en fuente de esperanza y de verdadera alegría.
... A
ella confiamos nuestro itinerario de fe, los deseos de nuestro corazón,
nuestras necesidades, las del mundo entero, especialmente el hambre y
la sed de justicia y de paz y de Dios; y la invocamos todos juntos:, y
os invito a invocarla tres veces, imitando a aquellos hermanos de Éfeso,
diciéndole: ¡Madre de Dios! ¡Madre de Dios! ¡Madre de Dios! ¡Madre de
Dios! Amén.
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