“Me estrecha la mano
cordialmente y sonríe. Sonríe y ríe con espontaneidad, como un niño. Una
sonrisa serena, amplia, liberadora. Experimento que la suya es una alegría
contagiosa y sutil, una alegría que le sale de dentro, del alma, una alegría
afable, apacible, que te hace olvidar las congojas que llevas entre pecho y
espalda. Su alegría me hace sentir bien y ya nada me pesa…” Así describe un
periodista el encuentro con un amigo a quien iba a pedir consejo.
Hay quien dice que en
nuestro mundo no hay alegría. Si no la hubiera, ya habría estallado o se habría
resecado. Hay alegría y personas que
saben comunicarla. Simplemente tenemos que poner en práctica un pequeño gesto
que siempre es agradable cuando lo vemos en los demás: una sonrisa.
Una sonrisa no cuesta nada
pero vale mucho. Enriquece a quién la recibe sin empobrecer a quién la da. Dura
sólo un instante, pero el recuerdo de esa sonrisa dura para siempre. Nadie es
tan rico que puede vivir sin ella, ni tan pobre que no la merezca. Es la señal
externa de la amistad profunda.
Una sonrisa alivia el cansancio. Da fuerzas al alma, y
es consuelo en la tristeza. Una sonrisa puede ser un tesoro desde el momento
que se da. Si crees que a ti la sonrisa no te aporta nada, sé generoso y da una
de las tuyas, porque nadie tiene tanta necesidad de una sonrisa como quién no
sabe recibir. PADRE NUESTRO...
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