El Papa Francisco, antes de rezar el ángelus en la fiesta de Todos los
Santos, afirmó que “la meta de nuestra existencia no es la muerte, sino
el Paraíso. Y recordó que los Santos son los amigos de Dios, que han vivido durante su vida en comunión profunda con Dios, hasta
el punto de llegar a ser semejantes a Él, porque han visto en el rostro
de los hermanos más pequeños y despreciados el rostro de Dios, y ahora
lo contemplan cara a cara.
Además, el Obispo de Roma pregunta ¿qué nos dicen los Santos, hoy? Y responde afirmando que nos dicen que debemos confiar en el Señor, ¡porque Él no decepciona! A la vez que con su testimonio nos animan a “no tener miedo de ir contracorriente o de ser incomprendidos y escarnecidos cuando hablamos de Él y del Evangelio”.
"... La fiesta de Todos los Santos, que hoy celebramos, nos recuerda que la meta de nuestra existencia no es la muerte, ¡es el Paraíso! Lo escribe el Apóstol Juan: “Aún no se ha manifestado lo que seremos. Sabemos que, cuando se manifieste, seremos semejantes a Él, porque le veremos tal cual es” (1 Jn 3, 2). Los Santos, los amigos de Dios, nos aseguran que esta promesa no decepciona. En efecto, en su existencia terrena, han vivido en comunión profunda con Dios. En el rostro de los hermanos más pequeños y despreciados han visto el rostro de Dios, y ahora lo contemplan cara a cara en su belleza gloriosa.
Los Santos no son superhombres, ni han nacido perfectos. Son como nosotros, como cada uno de nosotros, son personas que antes de alcanzar la gloria del cielo han vivido una vida normal, con alegrías y dolores, fatigas y esperanzas. Pero ¿qué ha cambiado su vida? Cuando han conocido el amor de Dios, lo han seguido con todo el corazón, sin condiciones o hipocresías; han gastado su vida al servicio de los demás, han soportado sufrimientos y adversidades sin odiar y respondiendo al mal con el bien, difundiendo alegría y paz. Ésta es la vida de los Santos, personas que por el amor de Dios no han hecho su vida con condiciones a Dios, no han sido hipócritas, han gastado su vida al servicio de los demás, servir al prójimo, han sufrido tantas adversidades, pero sin odiar. Los Santos jamás han odiado. Porque, comprendan bien esto, el amor es de Dios, pero el odio, de quién viene, ¿viene de Dios el odio? ¡No, viene del diablo! Y los Santos se han alejado del diablo. Los Santos son hombres y mujeres que tienen la alegría en el corazón y la transmiten a los demás.
Jamás odiar, servir a los demás, a los más necesitados, rezar, y alegría. Este es el camino de la santidad. Ser Santos no es un privilegio de pocos, como si alguno hubiera recibido una gran herencia. Todos nosotros tenemos la herencia de poder llegar a ser Santos en el Bautismo. Es una vocación para todos. Por tanto, todos estamos llamados a caminar por la vía de la santidad, y esta vía tiene un nombre, la vía que lleva a la santidad tiene un nombre, tiene un rostro: el rostro de Jesús. Él nos enseña a llegar a ser Santos. Jesucristo, Él en el Evangelio nos muestra el camino: el de las Bienaventuranzas (Cfr. Mt 5, 1-12). En efecto, el Reino de los cielos es para cuantos no ponen su seguridad en las cosas, sino en el amor de Dios; para cuantos tienen un corazón sencillo, humilde, no presumen ser justos y no juzgan a los demás, cuantos saben sufrir con quien sufre y alegrarse con quien se alegra, no son violentos sino misericordiosos y tratan de ser artífices de reconciliación y de paz. Esto último, eh, el santo, la santa, es un artífice de reconciliación y de paz. Siempre ayuda a reconciliar a la gente, siempre ayuda a que exista la paz. Y así es bella la santidad. Es un bello camino.
Hoy lo Santos nos dan un mensaje en esta fiesta. Nos dicen: ¡confíen en el Señor, porque Él no decepciona! ¡El Señor no decepciona jamás! Es un buen amigo. Siempre a nuestro lado. ¡No decepciona jamás! Con su testimonio los Santos nos animan a no tener miedo de ir contracorriente o de ser incomprendidos y escarnecidos cuando hablamos de Él y del Evangelio; nos demuestran con su vida que quien permanece fiel a Dios y a su Palabra experimenta ya en esta tierra el consuelo de su amor, y después el “céntuplo” en la eternidad. Esto es lo que esperamos y pedimos al Señor por nuestros hermanos y hermanas difuntos.
Con sabiduría la Iglesia ha puesto en estrecha secuencia la fiesta de Todos los Santos y la Conmemoración de todos los fieles difuntos. A nuestra oración de alabanza a Dios y de veneración de los espíritus bienaventurados se une la oración de sufragio por cuantos nos han precedido en el pasaje de este mundo a la vida eterna.
Encomendamos nuestra oración a la intercesión de María, Reina de Todos los Santos.
MENSAJE DEL SANTO PADRE FRANCISCO PARA LA CUARESMA 2014
Además, el Obispo de Roma pregunta ¿qué nos dicen los Santos, hoy? Y responde afirmando que nos dicen que debemos confiar en el Señor, ¡porque Él no decepciona! A la vez que con su testimonio nos animan a “no tener miedo de ir contracorriente o de ser incomprendidos y escarnecidos cuando hablamos de Él y del Evangelio”.
"... La fiesta de Todos los Santos, que hoy celebramos, nos recuerda que la meta de nuestra existencia no es la muerte, ¡es el Paraíso! Lo escribe el Apóstol Juan: “Aún no se ha manifestado lo que seremos. Sabemos que, cuando se manifieste, seremos semejantes a Él, porque le veremos tal cual es” (1 Jn 3, 2). Los Santos, los amigos de Dios, nos aseguran que esta promesa no decepciona. En efecto, en su existencia terrena, han vivido en comunión profunda con Dios. En el rostro de los hermanos más pequeños y despreciados han visto el rostro de Dios, y ahora lo contemplan cara a cara en su belleza gloriosa.
Los Santos no son superhombres, ni han nacido perfectos. Son como nosotros, como cada uno de nosotros, son personas que antes de alcanzar la gloria del cielo han vivido una vida normal, con alegrías y dolores, fatigas y esperanzas. Pero ¿qué ha cambiado su vida? Cuando han conocido el amor de Dios, lo han seguido con todo el corazón, sin condiciones o hipocresías; han gastado su vida al servicio de los demás, han soportado sufrimientos y adversidades sin odiar y respondiendo al mal con el bien, difundiendo alegría y paz. Ésta es la vida de los Santos, personas que por el amor de Dios no han hecho su vida con condiciones a Dios, no han sido hipócritas, han gastado su vida al servicio de los demás, servir al prójimo, han sufrido tantas adversidades, pero sin odiar. Los Santos jamás han odiado. Porque, comprendan bien esto, el amor es de Dios, pero el odio, de quién viene, ¿viene de Dios el odio? ¡No, viene del diablo! Y los Santos se han alejado del diablo. Los Santos son hombres y mujeres que tienen la alegría en el corazón y la transmiten a los demás.
Jamás odiar, servir a los demás, a los más necesitados, rezar, y alegría. Este es el camino de la santidad. Ser Santos no es un privilegio de pocos, como si alguno hubiera recibido una gran herencia. Todos nosotros tenemos la herencia de poder llegar a ser Santos en el Bautismo. Es una vocación para todos. Por tanto, todos estamos llamados a caminar por la vía de la santidad, y esta vía tiene un nombre, la vía que lleva a la santidad tiene un nombre, tiene un rostro: el rostro de Jesús. Él nos enseña a llegar a ser Santos. Jesucristo, Él en el Evangelio nos muestra el camino: el de las Bienaventuranzas (Cfr. Mt 5, 1-12). En efecto, el Reino de los cielos es para cuantos no ponen su seguridad en las cosas, sino en el amor de Dios; para cuantos tienen un corazón sencillo, humilde, no presumen ser justos y no juzgan a los demás, cuantos saben sufrir con quien sufre y alegrarse con quien se alegra, no son violentos sino misericordiosos y tratan de ser artífices de reconciliación y de paz. Esto último, eh, el santo, la santa, es un artífice de reconciliación y de paz. Siempre ayuda a reconciliar a la gente, siempre ayuda a que exista la paz. Y así es bella la santidad. Es un bello camino.
Hoy lo Santos nos dan un mensaje en esta fiesta. Nos dicen: ¡confíen en el Señor, porque Él no decepciona! ¡El Señor no decepciona jamás! Es un buen amigo. Siempre a nuestro lado. ¡No decepciona jamás! Con su testimonio los Santos nos animan a no tener miedo de ir contracorriente o de ser incomprendidos y escarnecidos cuando hablamos de Él y del Evangelio; nos demuestran con su vida que quien permanece fiel a Dios y a su Palabra experimenta ya en esta tierra el consuelo de su amor, y después el “céntuplo” en la eternidad. Esto es lo que esperamos y pedimos al Señor por nuestros hermanos y hermanas difuntos.
Con sabiduría la Iglesia ha puesto en estrecha secuencia la fiesta de Todos los Santos y la Conmemoración de todos los fieles difuntos. A nuestra oración de alabanza a Dios y de veneración de los espíritus bienaventurados se une la oración de sufragio por cuantos nos han precedido en el pasaje de este mundo a la vida eterna.
Encomendamos nuestra oración a la intercesión de María, Reina de Todos los Santos.
MENSAJE DEL SANTO PADRE FRANCISCO PARA LA CUARESMA 2014
Se hizo pobre para enriquecernos con su pobreza (cfr. 2 Cor 8, 9)
Queridos
hermanos y hermanas:
Con ocasión de la Cuaresma os propongo algunas reflexiones, a fin de que
os sirvan para el camino personal y comunitario de conversión. Comienzo
recordando las palabras de san Pablo: «Pues conocéis la gracia de
nuestro Señor Jesucristo, el cual, siendo rico, se hizo pobre por
vosotros para enriqueceros con su pobreza» (2 Cor 8, 9). El Apóstol se
dirige a los cristianos de Corinto para alentarlos a ser generosos y
ayudar a los fieles de Jerusalén que pasan necesidad. ¿Qué nos dicen, a
los cristianos de hoy, estas palabras de san Pablo? ¿Qué nos dice hoy, a
nosotros, la invitación a la pobreza, a una vida pobre en sentido
evangélico?
La gracia de Cristo
Ante
todo, nos dicen cuál es el estilo de Dios. Dios no se revela mediante
el poder y la riqueza del mundo, sino mediante la debilidad y la
pobreza: «Siendo rico, se hizo pobre por vosotros…». Cristo, el Hijo
eterno de Dios, igual al Padre en poder y gloria, se hizo pobre;
descendió en medio de nosotros, se acercó a cada uno de nosotros; se
desnudó, se “vació”, para ser en todo semejante a nosotros (cfr. Flp 2,
7; Heb 4, 15). ¡Qué gran misterio la encarnación de Dios! La razón de
todo esto es el amor divino, un amor que es gracia, generosidad, deseo
de proximidad, y que no duda en darse y sacrificarse por las criaturas a
las que ama. La caridad, el amor es compartir en todo la suerte del
amado. El amor nos hace semejantes, crea igualdad, derriba los muros y
las distancias. Y Dios hizo esto con nosotros. Jesús, en efecto,
«trabajó con manos de hombre, pensó con inteligencia de hombre, obró con
voluntad de hombre, amó con corazón de hombre. Nacido de la Virgen
María, se hizo verdaderamente uno de nosotros, en todo semejante a
nosotros excepto en el pecado» (Conc. Ecum. Vat. II, Const. past.
Gaudium et spes, 22).
La
finalidad de Jesús al hacerse pobre no es la pobreza en sí misma, sino
—dice san Pablo— «...para enriqueceros con su pobreza». No se trata de
un juego de palabras ni de una expresión para causar sensación. Al
contrario, es una síntesis de la lógica de Dios, la lógica del amor, la
lógica de la Encarnación y la Cruz. Dios no hizo caer sobre nosotros la
salvación desde lo alto, como la limosna de quien da parte de lo que
para él es superfluo con aparente piedad filantrópica. ¡El amor de
Cristo no es esto! Cuando Jesús entra en las aguas del Jordán y se hace
bautizar por Juan el Bautista, no lo hace porque necesita penitencia,
conversión; lo hace para estar en medio de la gente, necesitada de
perdón, entre nosotros, pecadores, y cargar con el peso de nuestros
pecados. Este es el camino que ha elegido para consolarnos, salvarnos,
liberarnos de nuestra miseria. Nos sorprende que el Apóstol diga que
fuimos liberados no por medio de la riqueza de Cristo, sino por medio de
su pobreza. Y, sin embargo, san Pablo conoce bien la «riqueza
insondable de Cristo» (Ef 3, 8), «heredero de todo» (Heb 1, 2).
¿Qué
es, pues, esta pobreza con la que Jesús nos libera y nos enriquece? Es
precisamente su modo de amarnos, de estar cerca de nosotros, como el
buen samaritano que se acerca a ese hombre que todos habían abandonado
medio muerto al borde del camino (cfr. Lc 10, 25ss). Lo que nos da
verdadera libertad, verdadera salvación y verdadera felicidad es su amor
lleno de compasión, de ternura, que quiere compartir con nosotros. La
pobreza de Cristo que nos enriquece consiste en el hecho que se hizo
carne, cargó con nuestras debilidades y nuestros pecados, comunicándonos
la misericordia infinita de Dios. La pobreza de Cristo es la mayor
riqueza: la riqueza de Jesús es su confianza ilimitada en Dios Padre, es
encomendarse a Él en todo momento, buscando siempre y solamente su
voluntad y su gloria. Es rico como lo es un niño que se siente amado por
sus padres y los ama, sin dudar ni un instante de su amor y su ternura.
La riqueza de Jesús radica en el hecho de ser el Hijo, su relación
única con el Padre es la prerrogativa soberana de este Mesías pobre.
Cuando Jesús nos invita a tomar su “yugo llevadero”, nos invita a
enriquecernos con esta “rica pobreza” y “pobre riqueza” suyas, a
compartir con Él su espíritu filial y fraterno, a convertirnos en hijos
en el Hijo, hermanos en el Hermano Primogénito (cfr Rom 8, 29).
Se
ha dicho que la única verdadera tristeza es no ser santos (L. Bloy);
podríamos decir también que hay una única verdadera miseria: no vivir
como hijos de Dios y hermanos de Cristo.
Nuestro testimonio
Podríamos
pensar que este “camino” de la pobreza fue el de Jesús, mientras que
nosotros, que venimos después de Él, podemos salvar el mundo con los
medios humanos adecuados. No es así. En toda época y en todo lugar, Dios
sigue salvando a los hombres y salvando el mundo mediante la pobreza de
Cristo, el cual se hace pobre en los Sacramentos, en la Palabra y en su
Iglesia, que es un pueblo de pobres. La riqueza de Dios no puede pasar a
través de nuestra riqueza, sino siempre y solamente a través de nuestra
pobreza, personal y comunitaria, animada por el Espíritu de Cristo.
A
imitación de nuestro Maestro, los cristianos estamos llamados a mirar
las miserias de los hermanos, a tocarlas, a hacernos cargo de ellas y a
realizar obras concretas a fin de aliviarlas. La miseria no coincide con
la pobreza; la miseria es la pobreza sin confianza, sin solidaridad,
sin esperanza. Podemos distinguir tres tipos de miseria: la miseria
material, la miseria moral y la miseria espiritual. La miseria material
es la que habitualmente llamamos pobreza y toca a cuantos viven en una
condición que no es digna de la persona humana: privados de sus derechos
fundamentales y de los bienes de primera necesidad como la comida, el
agua, las condiciones higiénicas, el trabajo, la posibilidad de
desarrollo y de crecimiento cultural. Frente a esta miseria la Iglesia
ofrece su servicio, su diakonia, para responder a las necesidades y
curar estas heridas que desfiguran el rostro de la humanidad. En los
pobres y en los últimos vemos el rostro de Cristo; amando y ayudando a
los pobres amamos y servimos a Cristo. Nuestros esfuerzos se orientan
asimismo a encontrar el modo de que cesen en el mundo las violaciones de
la dignidad humana, las discriminaciones y los abusos, que, en tantos
casos, son el origen de la miseria. Cuando el poder, el lujo y el dinero
se convierten en ídolos, se anteponen a la exigencia de una
distribución justa de las riquezas. Por tanto, es necesario que las
conciencias se conviertan a la justicia, a la igualdad, a la sobriedad y
al compartir.
No
es menos preocupante la miseria moral, que consiste en convertirse en
esclavos del vicio y del pecado. ¡Cuántas familias viven angustiadas
porque alguno de sus miembros —a menudo joven— tiene dependencia del
alcohol, las drogas, el juego o la pornografía! ¡Cuántas personas han
perdido el sentido de la vida, están privadas de perspectivas para el
futuro y han perdido la esperanza! Y cuántas personas se ven obligadas a
vivir esta miseria por condiciones sociales injustas, por falta de un
trabajo, lo cual les priva de la dignidad que da llevar el pan a casa,
por falta de igualdad respecto de los derechos a la educación y la
salud. En estos casos la miseria moral bien podría llamarse casi
suicidio incipiente. Esta forma de miseria, que también es causa de
ruina económica, siempre va unida a la miseria espiritual, que nos
golpea cuando nos alejamos de Dios y rechazamos su amor. Si consideramos
que no necesitamos a Dios, que en Cristo nos tiende la mano, porque
pensamos que nos bastamos a nosotros mismos, nos encaminamos por un
camino de fracaso. Dios es el único que verdaderamente salva y libera.
El
Evangelio es el verdadero antídoto contra la miseria espiritual: en
cada ambiente el cristiano está llamado a llevar el anuncio liberador de
que existe el perdón del mal cometido, que Dios es más grande que
nuestro pecado y nos ama gratuitamente, siempre, y que estamos hechos
para la comunión y para la vida eterna. ¡El Señor nos invita a anunciar
con gozo este mensaje de misericordia y de esperanza! Es hermoso
experimentar la alegría de extender esta buena nueva, de compartir el
tesoro que se nos ha confiado, para consolar los corazones afligidos y
dar esperanza a tantos hermanos y hermanas sumidos en el vacío. Se trata
de seguir e imitar a Jesús, que fue en busca de los pobres y los
pecadores como el pastor con la oveja perdida, y lo hizo lleno de amor.
Unidos a Él, podemos abrir con valentía nuevos caminos de evangelización
y promoción humana.
Queridos
hermanos y hermanas, que este tiempo de Cuaresma encuentre a toda la
Iglesia dispuesta y solícita a la hora de testimoniar a cuantos viven en
la miseria material, moral y espiritual el mensaje evangélico, que se
resume en el anuncio del amor del Padre misericordioso, listo para
abrazar en Cristo a cada persona. Podremos hacerlo en la medida en que
nos conformemos a Cristo, que se hizo pobre y nos enriqueció con su
pobreza. La Cuaresma es un tiempo adecuado para despojarse; y nos hará
bien preguntarnos de qué podemos privarnos a fin de ayudar y enriquecer a
otros con nuestra pobreza. No olvidemos que la verdadera pobreza duele:
no sería válido un despojo sin esta dimensión penitencial. Desconfío de
la limosna que no cuesta y no duele.
Que
el Espíritu Santo, gracias al cual «[somos] como pobres, pero que
enriquecen a muchos; como necesitados, pero poseyéndolo todo» (2 Cor 6,
10), sostenga nuestros propósitos y fortalezca en nosotros la atención y
la responsabilidad ante la miseria humana, para que seamos
misericordiosos y agentes de misericordia. Con este deseo, aseguro mi
oración por todos los creyentes. Que cada comunidad eclesial recorra
provechosamente el camino cuaresmal. Os pido que recéis por mí. Que el
Señor os bendiga y la Virgen os guarde.
Vaticano, 26 de diciembre de 2013
Fiesta de San Esteban, diácono y protomártir
FRANCISCO
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